Esta historia merece un gran lugar. En mis textos, en mí, en la escritura y en el boca en boca. Porque se trata de vos. Y se trata de vos cuando ya no estabas. Que vamos a esparcir sus cenizas. Algo así como esparcirte en tu lugar favorito. Pero esa idea no se concluyó del todo. Por miedo, por dolor, por no querer soltarte quizás. Y el último marzo, cuando se cumplían tres meses de tu muerte, mamá alquiló una casa en San Blas y propuso un viaje familiar para despedirte. Estaba el ritual pero sin cenizas, íbamos al mar, a pescar, a tu lugar en el mundo. Al principio puse mil excusas, no quería ir. Porque yo siempre quiero huir. Es mi primer instinto de supervivencia y no creo que esté tan mal. Me voy de los lugares, de los vínculos, de mi casa, cuando percibo que lo que viene no está bueno. Y además, no me banco los rituales, no me banco llorar, no me banco ver a la gente mal, ni tener que abrazar cuando no tengo ganas de que me abracen. No me bancaba San Blas, que tenía tantos recuerdos hermosos y algunos no tan buenos. Pero fui. Obvio que fui. Sin tus cenizas, fuimos.
Los días eran de un fin de verano, con viento y un mar sin gente, de una playa de fin de temporada. Mis preferidos. Estábamos Mama, Dami, Gise, Emi y Noel. Y Dami llevó todos tus equipos de pesca, que había heredado de vos, entre ellos una caña variada que era LA CAÑA tuya. A mí nunca me salió pescar, tengo poca paciencia, pero entiendo bastante por costumbre familiar. Esa tarde le dije a Dami que me la arme, estaba aburrida y necesitaba que el fin de semana pase rápido. Entonces encarne, él la tiró y me senté a esperar junto a él y a Gise. Y la imagen es similar a como cuando éramos chicos. Siempre supimos pasarla bien los tres. Mientras Gise se divertía con un pulpo que había enganchado, a mí me pica muy fuerte, a un nivel que nunca había experimentado. Me paro y arranco a traer, cansada, pesada. Le digo a Dami que no puedo más, que creía que se había enganchado. Le pasó la caña dejándole el problema. Y el, sabio pescador, me dijo que seguía ahí. Que había que aflojarle tanza. La destraba y me la vuelve a pasar. Y yo, con la fuerza que no tengo, traigo lentamente lo que después sería una raya moteada de unos 6 kilos.
Felizmente sacamos unas cuantas fotos y la devolvimos al mar. Dami me mira con asombro y sentimos que estabas ahí. Y confirma la teoría, que hace que esta sea mi parte favorita de la historia, y me dice: “La única vez que vi una raya así, fue en el concurso de pesca de La Baliza que Fer salió segundo.”. No sé si será cierto, o serán las ganas, pero me parece hermoso pensar que vamos por la vida con señales del más allá. Con mensajes ocultos, con olores que parecen no irse, con animales que nos recuerdan a alguien. Todavía lloro de injusticia, porque te fuiste muy joven. Y duele. Como duelen todos los desencuentros. Duele, como el cáncer que se apropió de tus pulmones y tus huesos y de las ganas de respirar. Y escribo, convencida de que existe la posibilidad de que me leas, de que te rías, te emociones una vez más y mandes más señales.
Fer: acá sigue tu Chiky, la que dormía siestas a la par tuyo, con la que te reías de cómplices chistes, la que segundeabas cuando perdía la llave de casa, a la que le regalaste su primera bicicleta pintada por vos. Tu Chiky, esa que describías como imparable. La que daría mucho más amor si no tuviera miedo de perder tanto. La que se perdió cuando moriste, es un duelo que es eterno. Porque entendí que lo peor de perder a alguien es dejar morir a la persona que fuimos con ella. Porque nadie, nunca más me dirá Chiky con k y lo hará con tanto amor. La que no sabe pescar, pero ahora se jacta que sí, porque ya se lo que es un buen pique. Y porque sé que existe algo más largo que tu caña, que ahora me lleva al cielo para abrazarte.